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lunes, 2 de abril de 2012

La pintura barroca española






Durante el reinado de Felipe IV la escuela española afirmó las cualidades de su estilo y definió su personalidad, gracias fundamentalmente a los grandes maestros del siglo: Velázquez, Ribera, Zurbarán y Murillo. Los cuatro dominaron la producción pictórica de la época, eclipsando a sus contemporáneos, a los que convirtieron en deudores de sus respectivos estilos. 
Velázquez nace en Sevilla en 1599. Formado con Pacheco, su primera etapa se caracteriza por una pintura naturalista inspirada en Caravaggio. En 1623 viaja a Madrid e inicia su carrera de retratista de corte, interesándose por la personalidad de sus modelos. El viaje a Italia de 1629 le llevará a conocer la pintura del Renacimiento y convertirse en un pintor reconocido, realizando los encargos más importantes de su tiempo como la decoración de la Torre de la Parada o el Palacio del Buen Retiro. En 1649 regresa a Italia donde culmina su carrera recibiendo todo tipo de honores. De vuelta a España, el ocaso de su vida nos depara sus mejores obras en las que anticipa la pintura impresionista al interesarse por la luz y el color. 
Ribera representa la pervivencia del naturalismo táctil y concreto, que se había iniciado en las primeras décadas del siglo XVII y que con él alcanzó su máxima expresión. Su estancia en Roma y Nápoles le permitirá conocer las obras de Caravaggio, recibiendo un importante número de encargos, haciéndose famos por el dramatismo que encierran sus martirios. Con el transcurrir de los años, siguiendo la evolución del siglo, olvidará o atenuará su tenebrismo para acercarse al estilo de los Carracci. Las obras de estos años vendrán caracterizadas por el colorismo y la difusa luminosidad, recordando a la Escuela veneciana. En sus últimas obras recupera el estilo tenebrista que caracterizó sus primeros momentos, consiguiendo imágenes llenas de vivacidad en las que emplea una rebosante luminosidad al estilo de Tintoretto.
La principal aportación de Zurbarán a la pintura española del Barroco será el reflejo de la vida, las creencias y las aspiraciones de los ambientes monásticos, para los que el pintor realizó prácticamente toda su obra. Su estilo se mantuvo prácticamente invariable, desarrollando el naturalismo tenebrista para crear escenas cargadas de verosimilitud, en la que los santos se presentan ante el espectador de la manera más realista. Por esta razón Zurbarán es el pintor de los hábitos. Esta inmovilidad fue durante varias décadas el secreto de su éxito, pero terminó por condenar su carrera artística ya que el cambio de gustos en la mitad del siglo XVII y el triunfo de la pintura de Murillo harán fracasar su próspero taller. 
Murillo es quien mejor representa el nuevo lenguaje de la fe, a cuyo servicio puso su particular sensibilidad inclinada a valores dulces y amables. Con una facilidad portentosa creó una pintura serena y apacible, como su propio carácter, en la que priman el equilibrio compositivo y expresivo, y la delicadeza y el candor de sus modelos, nunca conmovidos por sentimientos extremos. Colorista excelente y buen dibujante, Murillo concibe sus cuadros con un fino sentido de la belleza y con armoniosa mesura, lejos del dinamismo de Rubens o de la teatralidad italiana



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